A la sombra de los oquedales de Barbizon pintaron, a mediados del siglo XIX, Millet, Rousseau, Daubigny, Díaz de la Peña, alguna vez Corot, y dieron fama a la luz suave de este recoleto pueblo de Île de France. Compartieron su quehacer otros paisajistas considerados petits maîtres, quizá de menor fuste o menos favorecidos por la fortuna, entre ellos Karl Bodmer (1809-1893), un hombre discreto, casi un recluso, que durante treinta años pintó escenas campestres y aves en los aledaños de Barbizon. Pero, ¿quién sabía que ese hombre había legado a la historia el mejor testimonio pictórico sobre los indios de Norteamérica? ¿Y quién sabría hoy que ese hombre había sido elegido con tan sólo veintitrés años por el príncipe prusiano Maximilian de Wied para efectuar una expedición científica –«literaria» decían entonces– memorable a orillas del río Misuri? ¿Quién lo sabría si no fuera porque el antropólogo Josef Röder descubrió en 1948 en el castillo de Neuwied, perteneciente a la familia De Wied, los 81 lienzos que hoy aseguran su posteridad?
Todo había empezado en Riesbach-Zúrich (Suiza). Allí había nacido Karl Bodmer, hijo de tejedores y vendedores de algodón, cuya temprana vocación artística había sido alentada por su tío Johan Jakos Meier. A su lado, Karl había aprendido las técnicas del aguafuerte y la litografía hasta que sus vistas del Rin, ejecutadas cuando apenas alcanzaba los veinte años, llamaron la atención del príncipe Maximilian de Wied (1782-1867).
El Siglo de las Luces había sido cuna de enciclopedistas y fragua de idealistas revolucionarios, y pronto sería el crisol de los nacionalismos europeos. Maximilian de Wied pertenecía a una estirpe de nobles ilustrados para los cuales los despojos de la realeza remendados merced a la gesta napoleónica, la nave encallada de la Revolución francesa y la alborada de las independencias americanas no habían mermado los deseos de ampliar las fronteras del conocimiento. Enaltecido por el periplo americano de Alexander de Humbolt, decidió zarpar hacia Brasil (1815-1817), donde pudo entregarse a su doble pasión de naturalista y coleccionista. A lo largo del viaje, De Wied pintó unos lienzos que no le acabaron de satisfacer, de modo que cuando preparó su siguiente viaje a los antípodas, prefirió contar con la mirada de un artista. Le propuso al joven Bodmer costearle el viaje además de ofrecerle unos modestos estipendios a cambio de que todas las obras realizadas pasaran a pertenecer a la familia De Wied. Karl Bodmer aceptó. El príncipe había atinado: ese joven pintor suizo iba a captar con temple la expresión genuina del pueblo indio, sin pintorequismo ni juicio moral, lejos de cualquier patetismo, y, sin embargo, sus aguadas y acuarelas adquieren hoy el sentido de una admonición acerca de lo efímero, más sobrecogedora que, por ejemplo, las vanidades barrocas debidas al raciocinio y al ingenio.
A bordo del barco de vapor Yellowstone emprendieron el viaje hacia las fuentes del río Misuri, esto es, leguas de parajes apenas transitados por tramperos y mercaderes donde vivían las tribus indias menos conocidas y, por ende, idealizadas. Maximilian de Wied sintió congoja y cierta decepción frente a los indios cuyos campamentos bordeaban las riberas del bajo Misuri. Los numerosos contactos con los blancos, patentes en el mestizaje, anunciaban su rápida extinción o, al menos, la desaparición de su identidad. Pero poco a poco, frente a los rostros atezados por los meses de viaje, al fin se irguieron los rostros de color almagre de los indios de la cuenca alta del Misuri. Sin embargo, fueron asaltados por seiscientos crees y assiniboins, por lo que debieron renunciar, muy a pesar suyo, a viajar a las Montañas Rocosas y decidieron permanecer en la pradera. ¿Qué pudo sentir Bodmer, nacido entre macizos alpinos, frente a la cordillera inexpugnable de dimensiones tan colosales que ningún hombre blanco sabía aún donde acababa ?
Bodmer y el príncipe invernaron pues en los asentamientos de los mandans, cuyo idioma y religión habían fascinado un año antes a George Catlin. Al principio, los hidatsas y los mandans dudaban en visitar al pintor, incluso algunos se negaban, hasta que se les dijo que al aceptar ser retratados, las balas de los blancos no los podrían alcanzar. Así fueron desfilando por Fort Union durante el invierno del año 1833 un indio tras otro a pesar del crudo frío que obligaba a Bodmer a calentar el agua para poder pintar. Quizá porque Maximilian de Wied le instó continuamente a que realzara la autenticidad, los retratos de Bodmer están exentos del romanticismo y del colorismo que caracterizan las obras de la época, si bien sus personajes mantienen una mirada oblicua y lejana y su porte desprende nobleza. Cierto comedimiento al que el rigor científico, que no sequedad, agrega a la expresión de los rostros y bustos algo de entereza, reforzada por el fondo del lienzo a menudo blanco. Por otra parte, la precisión del trazo y la nitidez de la composición parecen indicar un temperamento de grabador. Del mismo modo, sus paisajes renuncian al pleno sol y a lo espectacular, como si frente a esas esculturas naturales mantuviera la calma del caminante que descansa en un poyo. Unos tonos pardos y verdinegros, unos cielos encapotados, unos atardeceres plateados, un bruñido semejante al vaho que dista mucho de la imagen rojiza y pajiza, de los cielos cegadores, de los contrastes y las aristas con que nos han deleitado otros muchos pintores del oeste; todo ello encontramos en la obra de Bodmer, pero también una luz tenue, a veces velada. En una obra pictórica la luz nos habla de los orígenes del artista. Aunque los olvide o reniegue de su pasado o huya muy lejos, su mirada está determinada por la luz de la infancia, como un latido que marca el compás de su sensibilidad. Tan lejos como viajara Bodmer, dentro de él una Suiza remota relumbraba.
Cuando volvieron a Europa Maximilian de Wied empezó la labor de publicación del Viaje en el interior de América del Norte (Reise in das innere Nord-America in den Jahern 1832-1834). Fue publicado en Alemania en 1839, traducido al francés entre 1840 y 1843 y finalmente al inglés en 1843. Bodmer efectuó el control de todas las reproducciones de tan magna y exquisita obra pero la depresión económica en 1846 y las repercusiones de la Revolución Francesa en 1848 debilitaron la empresa y, por añadidura, George Catlin promocionó sus lienzos en Europa durante el mismo lapso, restándole parcelas de éxito. Diez años habían pasado ya desde el regreso y Karl Bodmer sintió la necesidad de romper con este viaje que le impedía crecer como artista. Además, Ana-María Magdalena Pfeiffer entraba en su vida para convivir a su vera hasta la hora de la muerte junto a los tres hijos que el matrimonio tendría.
Algunas vidas se reducen a una experiencia única, o más bien cobran sentido a la luz de dicha experiencia, especialmente ciertas vidas sedentarias entregadas al estudio atravesadas por un viaje lejano, casi siempre hacia un mundo prístino, del que no se regresa sino abismado. Ese fue el sino de al menos dos descubridores que viajaron a orillas del río Misuri a principios del siglo XIX : Audubon y Meriwether Lewis fueron incapaces de volver a su vida anterior. Quizá no fue el caso de Bodmer. No sabemos si sintió nostalgia por América, si deseó volver, si escogió la apacible y casi lenitiva Barbizon para olvidar la pradera. Quizá su ojo requería un esfuerzo de concentración cuando contemplaba la levedad de una brizna movida por el viento o el aleteo de un arrendajo sobre un estanque porque la vibración del aire le traía el eco de una palabra mandan y el espejeo del agua la reminiscencia de las márgenes del Misuri.
Bien es cierto, sus aguadas y acuarelas transmiten más cordura que locura sin poder aseverar si el viaje dejó un tajo profundo en su memoria. Tampoco sabemos si le estremeció ser testigo de un mundo a punto de desaparecer. ¿Supo, por ejemplo, que en 1837 la viruela diezmó casi toda la población Mandan ? Ni tan siquiera sabemos si valoraba esa parte de su obra, aunque nos induce a pensar que sí, ya que aun habiendo renunciado al derecho sobre esos lienzos en 1847, no fue hasta 1856 cuando los depositó en la embajada de Prusia en París para no verlos nunca más. Fue en 1959 cuando un galerista de Nueva York compró toda la colección del príncipe De Wied, incluida la obra de Bodmer. Finalmente, en 1986 estas obras fueron adquiridas por el Joslyn Art Museum de Omaha. Sin embargo, el Indianemuseum der Stadt de Zúrich alberga algunas de sus obras.
No deja de sorprender que la fama de tan longevo pintor paisajista hoy se deba, ante todo, a unos retratos ejecutados con veinticinco años. Si fue consciente de haber alcanzado en América su madurez artística, su vida habrá sido un padecimiento. Si, por el contrario, Bodmer no vislumbró que esos retratos marcaban el culmen de su obra –y eso hemos de desearlo–, su vida habrá sido un festejo amable coronado por una condecoración entre las más preciadas: la legión de honor concedida en 1876 por el gobierno francés, hasta que lo sepultó el olvido y luego, ciego, sordo, aquejado de artritis y casi menesteroso, murió en París en 1893.