La ficción literaria “me cayó encima” sin experimentar siquiera una “vocación”. No me quedó otra opción que escribir para liberarme de lo que brotaba dentro de mí. Hasta entonces era un lector feliz. Desde entonces si me atrapa un libro, se potencia el disfrute, pero si me disgusta, mi tedio, desánimo o enojo son mucho mayores.
Difícil es describir semejante actividad idealizada por los que la desconocen. Razón no le faltaba a Joseph Conrad cuando dijo: “Mi mujer no entiende que estoy trabajando cuando miro por la ventana.”
Empecé escribiendo relatos, reunidos en un par de libros (Siete voces y Centinelas), y luego retomé una historia de largo aliento, muy arraigada y de lenta eclosión. El proceso de escritura se consolidó gracias a numerosas lecturas históricas, y no sé si llamarlas antropológicas, para dar nacimiento a la novela titulada Amerindia, el círculo de los vientos ambientada entre 1791 y 1806 en la Gran Pradera americana.