CRONICA DE UNA MUERTE APLAZADA
Artículo publicado en Nosferatu, nº 48-49, “Cine francés 1945-1959”, junio de 2005, p 21-37.
Clásicos y modernos
Solía atribuir Jean Gabin el éxito de una película a tres factores: una buena historia, una buena historia y una buena historia. Semejante alegato en favor de la artesanía resume la convicción compartida por la malquerida generación de guionistas que desarrollaron la mayor parte de su obra entre el fin de la Segunda Guerra mundial y la consagración de la Nouvelle Vague1.
El clasicismo aspira al espectáculo y se nutre de “buenas historias”; puede ofrecer culminaciones de una forma de expresión antes que innovaciones. Creen los clásicos que todo está inventado y que sólo la mirada aporta originalidad y que, por consiguiente, es mejor beber de una fuente respetada. De lo anterior se puede deducir que los productores son en mayoría temperamentos clásicos, si bien los nombres de Pierre Braunberger o Anatole Dauman desmienten tal afirmación. Y también que los guionistas estilistas se encuentran entre los clásicos dispuestos a acendrar las estructuras. Para ellos se trata ante todo de dar forma a un contenido. Pueden suscribir las palabras de Melville que deseó domeñar su ambición sometiéndola a la disciplina del género policíaco: “Siempre trato de ser lo más convencional posible y luego intento trascender las situaciones convencionales”2
La solidez de la “buena historia” descansa en un guión articulado según los siguientes principios: claridad de la trama principal y de las subtramas, equilibrio entre la curva dramática y el peso de los personajes, entre los protagonistas y los papeles secundarios a menudo interpretados por actores de composición, psicología que permite comprender las motivaciones y los conflictos de los personajes, arquitectura férrea, escasa improvisación, brillantez del diálogo, y cercanía con el público.
No son características que distingan solamente al cine francés de la época aunque los guiones de Henri Jeanson, Charles Spaak, Jacques Prévert, Jacques Sigurd, Louis Chavance, Jean Aurenche y Pierre Bost, René Wheeler, Jean Ferry, se adhieran a este ideario. Y no pocas películas exitosas del cine francés de los últimos veinticinco años también son deudoras de ese clasicismo. Los chicos del coro (Les choristes, 2004), el apabullante éxito público de Christophe Barratier, basado en el guión de La cage aux rossignols (1947) de Jean Dréville y Como una imagen (Comme une image, 2004, Agnès Jaoui) se sitúan en la estela de la tradición de la calidad, para emplear la expresión creada por Jean-Pierre Barrot3 que con tanta saña muchos iban a emplear después.
El cine moderno en germen a partir de 1945 al igual que el cine primitivo – realizado en los orígenes del cine o contemporáneo – es acérrimo adversario de la noción de perfección despreciada por el patron Renoir y defiende el cine del amateur que escribe y filma porque ama. Además suele cuestionar y (re)inventar el lenguaje situando al espectador en un umbral, en el mejor de los casos, ofreciéndole “bellas historias” y, en el peor de los casos, dogmatismo, vanas provocaciones y una deleznable hipertrofía del ego. En el fondo, la auténtica obra moderna es acreedora al elogio que Sacha Guitry reservó a Los ángeles del pecado (Les anges du péché, 1943, Robert Bresson): “Aquí no hay búsquedas. Sólo hallazgos.”
Creen los modernos que de cada generación brota una nueva encarnación de la inocencia, es decir una mirada limpia y genuina. Para ellos prevalece la forma; no eluden las costuras del relato por lo que el montaje se percibe más como expresión de un pensamiento proclive a la retórica e incluso a la teoría. Consideran pobre la obra que no trastoca las reglas; pero a diferencia de los clásicos para los cuales el estilo es vestidura y fruto del oficio sostienen ellos que el estilo emana del talento y se antepone al relato. En este sentido pueden hacer suyas las palabras de Juan Benet: “La inspiración le es dada a un escritor sólo cuando posee un estilo o cuando hace suyo un estilo previo” 4
Se establece una frontera tenue, que unos querrían infranqueable, entre clásicos y candidatos a la modernidad: la noción de “autor”. Ante tan confusa situación ¿dónde ubicar, por ejemplo, a Franju? Siempre sostuvo que “el arte es ante todo una forma” y por ello se emparenta con los modernos pero al tiempo fue fiel al surrealismo y al expresionismo alemán y a la “frescura” prefirió el rigor. No dudó en adaptar novelas clásicas y, por otra parte, nunca tuvo en mucha estima a los promotores de la Nouvelle Vague aunque dirigió su primer largometraje en 1958.
Cine y literatura
A partir de 1946 el público francés descubrió Ciudadano Kane, el neorrealismo y el cine negro, así como Dizzie Gillespie y Charlie Parker, Boris Vian y la série noire creada por Marcel Duhamel, pero también los testimonios de Robert Anthelme y Primo Levi sobre la Shoah. El país al que regresaban Duvivier, Clair, Ophuls y Renoir después de su exilio americano estaba en mutación ; sin embargo pervivían ciertas tradiciones.Por esta razón, entre 1945 y 1959 las dos maneras de concebir el guión coexistieron en Francia donde un clasicismo teñido de convención ocupó la mayoría de las pantallas.
La IV República (1946-1958) no alteró el prestigio de los escritores considerados los próceres de la nación. La sucesión de ministros, la inestabilidad parlamentaria, los oradores capaces aún de apostrofarse en latín, los cenáculos de los escritores santificados (Sartre en Les temps modernes, Camus en Combat, Mounier en Esprit, los comunistas y Aragon en Les lettres françaises), las recientes revistas de cine (la renacida La revue du cinéma, la pionera L’écran français, Les Cahiers du cinéma creados en abril de 1951, Positif creada en mayo de 1952) enconadas con arreglo a convicciones políticas, el descrédito de un imperio delicuescente, coincidió con un periodo cinematográfico dominado por los filósofos y los literatos. En 1945 Sartre vio Ciudadano Kane en los Estados Unidos, un año antes de que se estrenara en Francia. Su opinión publicada en el mes de agosto de ese mismo año5 fue globalmente desfavorable a la película de Welles calificada de muy “literaria”y artificiosa. Hubo que esperar a André Bazin para contradecir la palabra del oráculo de Saint-Germain-des-Prés.
Abrir las puertas de la Academia francesa en 1960 a Clair significaba otorgarle a un director de cine la más alta prueba de reconocimiento artístico. Sobreentendíase que la literatura era la madre de las artes y que el cine era un hijo espúreo menor de edad. También fueron miembros de la venerada institución Cocteau y Pagnol pero eran, a la inversa de Clair, escritores que dirigían cine. Recordemos también que durante ese lapso muchos miembros del jurado del festival de Cannes – creado en 1946 – estuvieron vinculados al mundo de las letras. Entre 1946 y 1959 ser un guionista de renombre era ser considerado casi un buen escritor y los nombres de Cocteau, Pagnol, Guitry, Sartre, Nimier, Giraudoux, Achard, Anouilh, Queneau honraban la profesión. A diferencia de cuanto sucedía en Hollywwod donde novelistas respetados recibían un trato poco deferente en Francia la colaboración de un escritor realzaba el prestigio de la película.
Nacimiento de la crítica
André Bazin y Roger Leenhardt crearon la crítica de cine en Francia precisamente en un momento en que el oficio de guionista empezaba a ser cuestionado y en que los guionistas estimaron imprescindible crear su sindicato (1946). Aún dando razón a los historiadores que consideran los textos del cineasta Louis Delluc el primer corpus crítico en Francia, seguido luego por Léon Moussinac y Jean Mitry, no podemos sino valorar las cualidades literarias de Bazin y Leenhardt, su espíritu humanista, su curiosidad insaciable, su rigor en el análisis, su capacidad para criticar un trabajo sin caer en la trampa de desdeñar a su autor – a pesar del famoso A bas Ford! Vive Wyler ! de Leenhardt – su afición a los géneros del cine americano por entonces despreciado, su voluntad de aportar una reflexión teórica, estética y casi metáfisica acerca del cine.No por casualidad un conocido ensayo de Bazin se refiere a la ontología del cine. Escribir sobre el cine ya no era labor de gacetillero, de cronista literario versado en cine. ¿Leían los guionistas sus artículos ? Es probable que sí. ¿Les afectaba ? Es posible que muy poco a poco tomaran conciencia del poder de los críticos.
En 1948 fueron publicados tres textos clave: Défense de l’avant-garde de Bazin, Le cinéma, art de l’espace de Maurice Schérer (pronto conocido bajo el seudónimo de Eric Rohmer)6y La caméra stylo de Alexandre Astruc. Bazin anunciaba una nueva era del cine donde el autor sería un artista completo, una atalaya que busca incesantemente; Rohmer esbozaba un acercamiento estético al cine por entonces novedoso porque recurría a un análisis de la noción de plano y de la necesidad de que el director fuera consciente de cómo explorar el espacio visual y, por encima de todo, Alexandre Astruc anunciaba con diez años de adelanto los sueños de toda una generación de cinéfilos y críticos futuros cineastas.
Leamos las ideas maestras de Astruc: ”La expresión del pensamiento es el problema fundamental del cine (…) y el cine sonoro se ha limitado a emplear los recursos del teatro (…) lo que nos interesa hoy es la creación de ese nuevo lenguaje (…) lo que implica que el guionista haga él mismo sus películas. Mejor aún, que no haya más guionista porque en un cine tal la distinción entre autor y director ya no tiene sentido. La puesta en escena ya no es el medio para ilustrar o presentar una escena sino una verdadera escritura. El autor escribe con la cámara al igual que el escritor escribe con la pluma. (…) ¿Ciudadano Kane sería aceptable en una forma que no fuera la elegida por Welles ?”. Aparecen en ciernes las nociones de autor, de puesta en escena, del lenguaje cinematográfico y lo que pudo desagradar y asustar a los guionistas, se afirma que ya no es necesaria su colaboración.
La herencia teatral
Desde la aparición del cine sonoro los guionistas clásicos fueron herederos del teatro; fuera teatro del siglo XVII, teatro de boulevard, teatro naturalista o teatro cercano al music-hall. Son frecuentes las declaraciones de amor por el teatro por parte de los guionistas, palmarias en la obra de Guitry, el más dramaturgo entre todos los directores. Nunca dejó de considerar el cine como una expresión teatral. En el prólogo de La poison (1951) se filma a sí mismo junto a su protagonista Michel Simon para declararle su admiración; en Debureau (1951) saluda a todos los miembros del equipo artístico y técnico reservando a cada uno de ellos un inciso lisonjero antes de empezar la narración.
Alguna vez es más velado el homenaje al oficio de saltimbanqui; se insinúa mediante el diálogo, especialmente para la aparición de un personaje equiparable a una entrada en un escenario. En Quai des orfèvres (1947, Henri-Georges Clouzot) el díalogo que mantiene el inspector Antoine (Louis Jouvet) con el policía Picard es en realidad un soliloquio en que las intervenciones del policía permiten al espectador conocer, gracias a la habilidad de Clouzot y de su coguionista Jean Ferry, las desventuras del inspector Antoine víctima del paludismo en las colonias, percibir su lucidez amarga, su ternura de padre de un niño mulato sin madre. Ese monólogo disfrazado resume la tentación de los guionistas por ofrecer en una secuencia los rasgos esenciales de un personaje. Procuraban incluso que estuviera solo o acompañado de un ser durmiente o mudo o herido para justificar la reflexión en voz alta.
Cuando el monólogo se sitúa más adelante en la narración cobra a menudo el matiz de una confesión – Modigliani en Los amantes de Montparnasse ( Montparnasse 19, 1957, Jacques Becker) –, de una amonestación dirigida al público – el larguísimo sermón del cura en la segunda parte de Manon de sources (1952, Marcel Pagnol), de una diatriba cuando Jean Gabin insulta a los taberneros en La travesía de Paris (La traversée de Paris, 1956, Claude Autant-Lara). Con mayor frecuencia el monólogo es el momento anhelado por el guionista para deleitar al espectador con sus mots d’auteur. Esa es la función del monólogo de Roland Lesaffre – el excombatiente chantajista – en Thérèse Raquin (1953, Marcel Carné) donde el guionista Charles Spaak inserta su visión desasosegada de la sociedad.
La Nouvelle Vague no sepultó la tradición del monólogo ; Hiroshima mi amor (Hiroshima, mon amour, 1959, Alain Resnais), no es sino un largo monólogo de su protagonista femenino. Aquí los mots d’auteur de Marguerite Duras evitan la ocurrencia más o menos afortunada en pro de una exploración de los recovecos de la conciencia y del recuerdo. Godard y Truffaut también salpicaron su obra con monólogos, que rozan la abstracción en el cine no figurativo de Godard, introspectivos en las películas novelescas de Truffaut o en Cléo de 5 à 7(1962) de Agnès Varda.
Quienes pronto serían los rivales y vencedores de los guionistas clásicos, al menos durante un lustro, fueron partidarios de un impulso íntimo y fueron las antorchas de la esperanza no cumplida de Bresson : ”El porvenir del cinematógrafo pertenece a una nueva raza de jóvenes solitarios que rodarán invirtiendo hasta su último céntimo y sin dejarse atrapar por las rutinas del oficio” 7 El adiós a la adolescencia contenido en el diario veraniego de Les dernières vacances (1948, Roger Leenhardt) fue el primer paso hacia el decurso autobiográfico de las operas primas tan frecuente desde entonces en el cine galo. Su modernidad radicaba en la captación de los latidos del tiempo. Su siembra fue lenta porque su estética “esencialmente novelesca”, como escribió Bazin8, renunciaba a los recursos del teatro, más aún porque su mirada moral era tan severa como discreta. Con esta película la novela le ponía coto al teatro. Y reclamaba rostros desconocidos, voces no impostadas por los hábitos teatrales. El comentario hiriente de François Truffaut sobre Gérard Philipe (“ Trabajar con él para un director es una cruz”) no expresa, aparte de un rechazo generacional, otra cosa que la voluntad de alejarse del teatro. En 1959 nació la Nouvelle Vague y murió Gérard Philipe; un cambio generacional se acababa de producir
El bel esprit
A partir de los años treinta se perpetuó una tradición cinematográfica francesa cimentada por el bel esprit. Allí están los caractères de La Bruyère y las fábulas de La Fontaine, los cuentos de Perrault, las máximas morales de La Rochefoucauld y Chamfort, los crueles comentarios palaciegos de Saint-Simon, las agudezas de Destouches convertidas en refranes, los diálogos filosóficos de Diderot y epistolares de Choderlos de Laclos, las epigramas del Siglo de las Luces, las aristas altivas de Valéry, las saetas contra el matrimonio de Guitry, el ingenio de Cocteau y la prosa solemne de Breton. Ni que decir tiene que la generación surgida durante los años cincuenta recogió dicha semilla literaria. Jean-Claude Carrière, Jean Gruault, futuro guionista de Truffaut, Rivette, Resnais, y Paul Gégauff, futuro colaborador asiduo de Chabrol, escribieron literatura antes de escribir guiones. En cuanto a Rohmer y Chris. Marker publicaron novelas y ensayos antes de dedicarse a la dirección.
Para comprender la obsesión métrica de los dialoguistas franceses, tanto los de ayer como los de hoy día, hemos de aceptar que el alejandrino es por excelencia el verso francés, quizá no tanto el alejandrino de aliento trágico cuanto más bien el alejandrino algo seco fraguado por Boileau y el verso encorsetado de los poetas parnasianos. Decía con razón Grémillon que el ideal francés consiste en conseguir la “máxima belleza en el orden máximo”. Así, el idioma francés ha elegido el verso de doce pies que se presta a las cesuras, las simetrías, los encabalgamientos, la frase discursiva, la cadencia amplia pero conduce a los guionistas, consciente o inconscientemente, a alargar algunas oraciones con el fin de obtener un alejandrino, olvidando que un autor puede ser un buen versificador pero perder cualquier atisbo de poesía al buscar sea como sea el efecto sonoro. La ausencia de acento tónico sustituido por un acento de final de frase puede reforzar la sensación de cadencia impuesta por un metrónomo que los buenos guionistas sabían atenuar gracias a la alternancia entre el registro coloquial y el registro sostenido, gracias a una división de la frase en dos o tres oraciones separadas por puntos suspensivos, interjeciones, exclamaciones y repeticiones.
La frase dividida en dos oraciones, a menudo independientes, es una constante del díalogo francés que propone balanceos, paradojas, juegos de contrastes y oposiciones. Leamos unos ejemplos:
En Les enfants du Paradis (1943-1945, Marcel Carné, guión de Jacques Prévert):
“ No hay ninguna mancha de sangre en mis manos, sólo algunas manchas
de tinta.”
“No amar a nadie… estar solo. No ser amado por nadie… ser libre.”
En Un revenant (1946, Christian-Jaque, guión de Henri Jeanson):
“El necesita tu presencia, yo sólo necesito tu recuerdo”
“¿Eres feliz con ese infeliz?”
“El padre es culpable y condenamos al hijo inocente”
En Juegos prohibidos (Jeux interdits, 1952, René Clément, guión de Jean Aurenche, Pierre Bost y François Boyer)
“Te da miedo el día, te da miedo la noche”
“Si no le produce nada bueno, nada malo le puede ocasionar”
En Thérèse Raquin (1953, Marcel Carné, guión de Charles Spaak basado en la novela de Zola):
“Usted no es un auténtico criminal y yo no soy un auténtico chantajista”
“Camille no soporta la verdad y yo no soporto la mentira”
“He curado a Camille cuando estaba enfermo, he impedido que se muriera
entonces ahora no voy a a matarle si me voy a marchar”
Son innumerables en el cine francés de la época los diálogos modulados por las antifrasis, las sinécdoques, las metonimias, las metáforas veladas. El fraseo de los actores de formación teatral ayudaba a poner en boca de personajes procedentes de entornos sociales dispares aseveraciones aforísticas y sentencias perentorias, a menudo construidas a partir de un juego de preguntas y respuestas que autorizaba un raciocionio sutil. Nota Bergamín que el idioma francés tan adecuado para las justas retóricas y la reflexión sintética conserva siempre un componente “juridíco-administrativo”(sic) y carece pues del aliento necesario a la composición lírica. Es exagerada su afirmación pero consideremos unos ejemplos de fórmulas lapidarias:
En Panique (1946, Julien Duvivier, guión de Charles Spaak basado en una novela de Simenon):
“Vendo esperanza como los curas y remedios como los médicos”
“Durante diez años he vivido dentro de los libros; sólo tuve trato con los muertos: ellos ya no pueden traicionar”
En Un revenant oímos:
“Eres demasiado inteligente para tener buena fe”
“Tendrás como yo tres partes en tu vida: una para los negocios, uana para la familia y una para tu vida personal”
En Les enfants du Paradis se dice:
“La novedad es algo tan antiguo como el mundo”
En Quai des orfèvres oímos:
“Aprendí el arte del grabado con un falsificador, la contabilidad con un
estafador. Incluso hubo un bailarín mundano que quiso enseñarme el tango”
En Manèges (1950,Yves Allégret, guión de Jacques Sigurd):
“Es usted demasiado distinguido. Nunca me atrevería a darle una
propina.”
“¿Estás enamorada?””¿Cómo se sabe?””Es cuando estás con un hombre
y no piensas en el dinero”
En Thérèse Raquin se dice:
“Los testigos, es como lo demás, está fuera de alcance para la gente pobre”
“Hoy cuando a uno le duele la cabeza, descansa, y si le duelen los dientes acude al dentista”
En La travesía de Paris de Claude Autant-Lara con guión de Aurenche y Bost:
“Cincuenta años cada uno, cien para el lote… cien años de estupidez…”
“Desconfío de todos. Incluso yo, preferiría no saber adónde voy, estaría
más tranquilo.”
“No basta ser alemán. Hay que ser educado”
Un caso patente de frases cinceladas en exceso lo ofrece el díalogo de Jacques Prévert escrito para la película más sobrevalorada del cine francés: Les enfants du Paradis. En las exclamaciones de Baptiste, por ejemplo: “¿Qué es Baptiste si la mujer a la que ama no le quiere ? Una nada. Un fuego fatuo. Un autómata. Un duende. Se acabó Baptiste. La vida le habrá dado una flor roja, una bastonada (une volée de bois vert) y un traje de madera blanca.” “Autómata” y”duende” aminoran los hallazgos de “fuego fatuo” y “nada” suficientes para expresar la idea de un ser fantasmal.Los tres complementos contenidos en la frase siguiente muestran un claro ejemplo de articulación ternaria llevado al sistema pues en cada oración aparece un color diferente: el rojo, el verde y el blanco. Adolecen de la misma fruición formalista los monólogos de Lacenaire y las gracias de Garance. Sin duda, a la primera escucha seduce el díalogo; en las siguientes cansa su ornato poético y su exaltación asexuada del amor.
No obstante, le debemos a Prévert los guiones de las dos obras maestras del mal denominado “realismo poético” calificado con acierto de “populismo trágico” por Pierre Billard9. Le jour se lève (1939) de Marcel Carné coescrito con Jacques Viot y Remorques (1939-1941) de Jean Grémillon, escrito con la colaboración de Charles Spaak y André Cayatte, son dos películas sin paragón donde había una admirable fusión entre el díalogo, la descripción social y el análisis de los sentimientos. En ambas películas Prévert tomó el pulso de una época. En sí es un portento. Su impronta todavía es vindicada por un director y guionista de éxito clamoroso: Jean-Pierre Jeunet. Y es cierto que los decorados y los ambientes de Delicatessen (1991) y Amelie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, 2001), más que los díalogos, aportan un eco de la cotidianidad estilizada por Prévert: Se acentúa mucho más ese rasgo de inspiración prevertiana en Largo domingo de noviazgo (Un long dimanche de fiançailles 2004) A buen seguro no faltan guionistas más timoratos que Jean-Pierre Jeunet que no se atreven a confesar su admiración, pues sabido es que el dúo Carné-Prévert nunca salió del purgatorio crítico.
Por el contrario, la quintaesencia del díalogo clásico se encuentra en Madame de…(1953) de Max Ophuls que coescribió la adaptación de la novela de Louise de Vilmorin junto a Annette Wademant y cuyos díalogos son obra del académico Marcel Achard. Aquí la fluidez y la rapidez impiden que lo literario sea un barniz.Tomemos un ejemplo. Durante la célebre secuencia del baile se produce el siguiente díalogo dividido en cuatro tiempos entre Louise y el barón Donati:
“¿Tiene usted noticias de su marido?”, “Son excelentes, gracias”
“¿Tiene usted noticias…?”, “¿De quién? Ah, excelentes gracias”
“¿Usted no me pregunta si tengo noticias de mi marido ?Son excelentes
gracias”
“¿Usted no me pregunta si tengo noticias…?”, “No” “Tiene razón. Vuelve
mañana”
Simetría, brevedad, lirismo templado por la ironía, emoción filtrada por el intelecto. Todo contribuye a dar una imagen de comedimiento y sin embargo el comedimiento francés, más racional que razonable, oculta la embriaguez por la palabra, la pasión por la precisión corroída por el bel esprit que se manifiesta en el gusto por la enumeración. Valga como ejemplo de la época clásica la enumeración de los nombres de animales que los niños quieren inhumar en su cementerio (Juegos prohibidos). Sería erróneo pensar que la Nouvelle Vague haya borrado esa peculiaridad. Recordemos sólo la enumeración de los vinos franceses en Jules et Jim y la secuencia de las tarjetas postales en Los carabineros (Les carabiniers, 1963, Jean-Luc Godard).
Mots d’auteur.
El mot d’auteur salpica las películas francesas desde que el cine es sonoro. Es famoso el intercambio final de Las damas del bosque de Bologne (Les dames du bois de Boulogne, 1945, Robert Bresson) cuyo díalogo fue escrito por Cocteau. “Lucha”. “Lucho”. “Quédate”. “Me quedo” Condensa la aspiración de la vertiente más íntima del cine francés de ayer y de hoy ese remate literario. De ese díalogo cortante hallamos un eco en la toda la obra de Truffaut, por ejemplo en Jules et Jim (1962), donde el guionista Jean Gruault emplea esta frase perteneciente a la novela Deux anglaises et le continent: Me dijiste: “Te quiero”. Te dije: “Espera.”Iba a decir: “Cógeme”. Me dijiste: “Vete”. En la misma película oímos sentencias como: “Temo olvidar a Jules.” pronunciada por Jim y “No hay que olvidarlo sino prevenirlo” le contesta Catherine. Truffaut se mantuvo fiel hasta al final al diálogo declarativo más literario y para algunos chocante que el díalogo de la qualité française.
Sería ingenuo creer que la Nouvelle Vague haya erradicado la propensión al mot d’auteur. Godard multiplicó las fórmulas en sus textos como en sus películas. Ya en sus cortometrajes despuntó el filo cortante de su verbo. En Al final de la escapada (A bout de souffle, 1960, Jean-Luc Godard) su personaje interpretado por Jean-Paul Belmondo se atiene a los cánones, por mucho que no lo supieran o quisieran ver sus contemporáneos, subvirtiendo tan sólo la forma empleada: “Si no le gusta el mar, si no le gusta la montaña, si no le gusta la ciudad, váyase a la mierda…” Y cuando no se trata de una fórmula del propio Godard es una cita de Faulkner extraída del final del primer relato de Las palmeras salvajes:“Entre el sufrimiento y la nada, he elegido el sufrimiento”. De nuevo estamos ante la reflexión alejada del contexto narrativo, de la fórmula que contiene una relación de causalidad, de la frase dividida en dos oraciones, de la tentación del ensayo que luego ha recorrido toda su filmografía.
De una manera menos polémica, y por ende más profunda, Chris. Marker, desde tan tempranas obras como Les statues meurent aussi (1953) codirigida con Alain Resnais y Lettres de Sibérie (1958) – utiliza con brillo el comentario en off desligado de la narración para crear un espacio interior. La cadencia dieciochesca, el talante aforístico – recuérdese la frase apócrifa: “el humor expresa la cortesía de la desesperación” – subordinan casi la imagen a un texto veteado por disquisiciones.
Permanece la tradición del mot d’auteur en una película aparentemente muy alejada como es La vía láctea (1968) de Luis Buñuel cuyo guión fue coescrito con Jean-Claude Carrière: “El cuerpo de Cristo está en la hostia como la liebre está en el paté” pudo haber sido una reflexión escrita por Henri Jeanson. Situarse en una película de Buñuel salva pues la frase del oprobio. También los guionistas de cine comercial como Michel Audiard han multiplicado los mots d’auteur, bien es cierto en un campo donde lo vulgar rivaliza con lo ocurrente. Pertenece al inconsciente colectivo del espectador medio, si tan arriesgada expresión se tolera, el díalogo de Les tontons flingueurs (1963, Georges Lautner, guión de Michel Audiard) y si damos un salto en el tiempo son muchos los espectadores que saben de memoria las réplicas de Le père Noël est une ordure (1983, Jean-Marie Poiré).
Sal y vinagre
Voltaire escribió que un artista debe sazonar su obra con sal, no con vinagre. La sal realza el sabor de la obra, el vinagre es atrabilis vertida en la obra para superar el fracaso, el odio, el resentimiento o cualquier herida abierta. Sin duda existe en la tradición cinematográfica francesa cierto regusto amargo, cierto rasgo de grabador y caricaturista despiadado, cierta negrura misántropa para la cual la verdad del hombre se halla en sus flaquezas. Sus blancos favoritos fueron la pequeña burguesía y los seres desterrados capaces de ruindades movidos por las ansias de poder.
Entre 1947 y 1950 Jacques Sigurd escribió para Yves Allégret une suerte de tétrica trilogía protagonizada por Simone Signoret (Dedée d’Anvers, Manèges, Une si jolie petite plage) donde unos seres desabridos explotan y humillan a otros más frágiles. Las referencias a las penurias, a las traiciones produjeron impacto en los espectadores de la posguerra pero es posible que ya en 1950 el público necesitara olvidar la reciente ocupación que tanto abatimiento había generado. Pervivió la negrura trasladada a horizontes lejanos (El salario del miedo, Le salaire de la peur,1952, Henri-Georges Clouzot) o enmarcada dentro de un género más o menos policiáco Las diabólicas (Les diaboliques,1954, Henri-Georges Clouzot) o en la comedia negra (L’auberge rouge, 1951, Claude Autant-Lara, con guión de Aurenche y Bost). Hoy día Chabrol, por ejemplo, perpetúa el legado de escritores como Octave Mirbeau, Jules Renard, Paul Léautaud, Marcel Jouhandeau rico en hechuras negras, en títeres observados sin compasión. Dicha tradición antiburguesa, rayana en un anarquismo no programático sino individualista, donde confluyen Claude Autant-Lara y Céline por opuestos que parezcan, nace de un escepticismo visceral, de la voluntad simbólica de romper una vasija de porcelana.”No dejes nunca de desconfiar” era el triste lema de Prosper Mérimée. Muchos guionistas, bien porque los años de ocupación y aquellos que siguieron a la liberación fueron años de confusión, de dobleces y delaciones, bien porque la república francesa daba pábulo a la crítica o porque algunos creían asistir a la decadencia de la grandeza francesa, muchos guionistas pues rememoraron la palabra de Mérimée a fin de desmoronar las instituciones y los pilares de la moral burguesa: la iglesia, el ejército, el estado, y siempre el dinero.
Cierta tendencia …
En el número 31 de enero de 1954 los Cahiers du Cinéma publicaron “Une certaine tendance du cinéma français” de François Truffaut. Su autor había madurado el texto durante tres años al amparo de Bazin que le instó a que revisara su redacción vehemente en exceso, a que suprimiera su título inicial “Le temps du mépris” (“El tiempo del desprecio”) y sólo dejara el subtítulo convertido desde la publicación en título de leyenda. Pues bien, asombra que medio siglo después la pereza de los lectores unida al discurso gregario sean fuente de un convencimiento casi unánime: Truffaut zanjó la cuestión, afirman algunos. Hay directores que merecen ser considerados artistas y otros que son unos artesanos sin fuste que sólo merecen nuestro desprecio. Puede ser. Pero debemos preguntarnos quiénes merecen los elogios. Al leer hoy el artículo llaman la atención la agudeza del crítico de veintidos años, su profundo conocimiento del cine francés, su pasión, su apego a la literatura, su clarividencia de futuro cineasta – y digámoslo sin rodeos, la mitad de su obra es magnífica – como también su mala fe y, lo que es peor, su actitud de advenedizo. Su texto belicista es injusto, incompleto y alguna vez ingenuo.
Diez o doce films
Es ingenuo cuando constata que de casi cien películas producidas en Francia a principios de los años cincuenta tan sólo se podían rescatar diez o doce. ¿Acaso no siempre ha sido así ?¿Acaso de las cien películas españolas producidas cada año tan sólo diez merecen existir ? ¿Acaso no se respeta más el éxito que el trabajo ? ¿Acaso los laureles no recompensan a menudo trabajos mediocres?
Es ingenuo cuando quiere resumir todas las expresiones del cine francés en dos tendencias: “realismo poético” antes de la Segunda Guerra mundial y después de la guerra “realismo psicológico”. Entonces acogiéndonos a su tipología, ¿todas las películas realizadas después de 1959 serían deudoras de la Nouvelle Vague ?
Es ingenuo atacar un blanco tan fácil como Marcel Pagliero y Jean Delannoy autores de películas mediocres. Es como si hoy atacáramos las películas de éxito de…añada el lector los nombres de los guionistas y directores que le parezcan significativos.
Películas de guionistas
Es injusto condenar una película por ser une película “de guionista” cuando, en una entrevista concedida en 196810, Truffaut afirma de nuevo y lo hará hasta el final de su vida sentirse a gusto en la estela de directores-guionistas como Lubitsch, Renoir, Buñuel, Bergman, Wilder, Rossellini, Hawks y no tanto en compañía de directores-artistas empeñados en búsquedas plásticas tales como Eisenstein, Dreyer, Visconti, Welles, Sternberg. No obstante comprendemos su contradicción motivada por la “política de autores” según la cual el director es el autor de la película.
Tan injusto es condenar películas “de guionistas” por ser empresas “estrictamente comerciales” cuando, paralelamente, se ha deleitado con películas procedentes de Hollywood escritas según normas rígidas y filmadas por directores, al menos muchos de ellos, que eran ejecutantes de talento sin posibilidad de modificar el enfoque de escritura y producción.
Nadie ignora hoy
Es de baja estofa presentar a Aurenche y Bost como fracasados que abordan el cine pues Aurenche ha firmado dos cortometrajes “olvidados hoy” y Bost es autor de “excelentes pequeñas novelas”. Y añade con declarada ironía que son ellos precisamente los que encarnan la renovación de la adaptación cinematográfica.
La equivalencia… Esa famosa fidelidad
Atina Truffaut cuando ataca el principio de “equivalencia” de Aurenche y Bost que consiste en condensar la obra, en buscar situaciones dramáticas que puedan sustituir los episodios considerados inadaptables. Dicho planteamiento, en principio fiel al espíritu del libro, coarta mucho a los adaptadores convertidos en ilustradores.Y es coherente porque a lo largo de su filmografía preferirá eliminar personajes y tramas para adaptar casi en su integridad los episodios elegidos.
Es ingenuo y de mala fe cuando arguye que la adaptación de El diario de un cura rural de Aurenche y Bost no había convencido a Bernanos con el fin de demostrar que la adaptación de Bresson era muy superior. Ingenuo, porque ¿qué adaptación podría resistir frente a las decisiones estéticas y morales de Bresson ? Además es incompleta su información porque Bernanos murió en 1948 y Bresson no convenció pues al escritor sino a sus dos albaceas, el crítico literario Albert Béguin y el abad Pezéril.
Es de mala fe cuando vitupera contra el eclecticismo de Aurenche y Bost ya que admira sin reservas a muchos guionistas americanos que se ven obligados a ser “todo terreno”, aunque no sientan afinidad con la obra en que se basa la película.
Acierta Truffaut cuando comprueba que La symphonie pastorale es en pantalla una tragedia abortada, un melodrama pantanoso. En efecto, y no sucedía únicamente en las películas escritas por Aurenche y Bost, el cine francés de la época era más moralizador que moralista.
Lo que me preocupa
Ahora bien, mencionar como arma arrojadiza la célebre frase que concluye el artículo de Bazin dedicado a la adaptación de la novela de Bernanos es fácil: “Después de Le journal d’un curé de campagne Aurenche y Bost no son más que los Viollet-le-Duc de la adaptación”. En primer lugar, porque Bazin no desprecia el dúo y reconoce su talento y, en segundo lugar, porque a los ojos de Bazin – profundamente católico recordémoslo – el punto de vista ético y estético de Bresson se yergue en modelo inalcanzable.
Por otra parte, Truffaut fue un advenedizo. Le había pedido prestado a Pierre Bost cuatro guiones para estudiarlos, entre los cuales la adaptación coescrita con Jean Aurenche no filmada de El diario de un cura rural de Bernanos. Se los devolvió sin tener el valor de decirle que iba a asestarle una puñalada en su artículo. Una vez publicado el artículo Pierre Bost le envió una carta para manifestarle su tristeza y enojo. A su vez Truffaut contestó argumentando que era un joven crítico que quería darse a conocer y que, en el fondo, admiraba su trabajo pero odiaba a Aurenche11. Desgraciadamente Pierre Bost tuvo la cortesía de no esgrimir la carta de Truffaut. Desgraciadamente porque de vez en cuando la cortesía se confunde con la pusilanimidad y porque la ambición desaforada cuenta con el silencio de las personas honestas.
La máscara arrancada… sea, me dirán
A Truffaut le irrita la tradición antiburguesa, anticlerical, antimilitarista de los guiones de Aurenche y Bost. Es su derecho. Pero hierra al afirmar que los dos guionistas siguen una moda; Aurenche y Bost recibieron el influjo del Surrealismo, de la corriente del Frente Popular, del anarquismo. En cambio Truffaut fue conservador, y no está de más señalar que no tuvo reparo en mantener una correspondencia con el escritor y periodista de extrema derecha Lucien Rebatet – alias François Vinneuil – y que Jacques Laurent, director de la revista Arts donde escribía Truffaut, era un hussard con el que compartía una visión despreciativa de la clase obrera. No sin razón apunta que los ajustes de cuenta con la Iglesia abundan en el cine que rechaza
Es injusto cuando se atreve a escribir que: “Aurenche y Bost son esencialmente literatos, y yo les reprocharía aquí el despreciar al cine subestimándolo.” Aún aceptando la idea, discutible, de que son literatos ¿por qué Truffaut no recrimina entonces a Pagnol su arraigo regional, a Guitry su teatro-filmado, a Cocteau sus coqueteos con el “film d’art” y a los tres su gusto immoderado por una acción dramática impulsada por el díalogo? Truffaut admiraba la siguiente frase incluida en la novela de Cocteau titulada Les enfants terribles: “Como la pena de muerte no existía en las escuelas, Dargelos fue despedido.”¿No es esto un ejemplo de frase literaria lapidaria, con su enunciado de causa y consecuencia, con un halo poético evidente? Sí, pero era del maestro Cocteau. No dice Trauffaut que su comentario en off en la adaptación de Les enfants terribles que dirigió Melville es más solemne que un discurso de Bossuet.
En puridad diremos que Truffaut decidió designar a Aurenche y Bost chivos expiatorios de su causa. Es bochornoso afirmar que desprecian el cine. En cambio no falla cuando observa que un buen guión debe contener ideas de puesta en escena, presentes algunas veces en la obra literaria que inspira la película. En su defecto la película será una mera ilustración del guión. Hoy día sigue causando estragos el guión que no deja resquicio de duda o de respiración.
Será preciso que un día…
Es injusto acusar a los guionistas de adaptar ciertas obras literarias en detrimento de otras cuando la mayoría de las veces es el productor quien toma la iniciativa de un proyecto cinematográfico. Que estas adaptaciones den lugar a una dosis habitual de “negrura, inconformismo, de fácil audacia” es cierto pero Truffaut no debería culpar a los guionistas sino debería asumir que para los que fueron adultos durante la Segunda Guerra mundial era difícil volver a creer en cualquier forma de belleza y ligereza y, de hecho, a partir de Le comédien (1948) la acrimonia emponzoñó las películas más relevantes de su querido Guitry. Por otra parte, Truffaut no es honesto porque admiraba Le corbeau (1943, Henri-Georges Clouzot con guión de Louis Chavance), del que conocía los díalogos de memoria y había visto quince veces antes de cumplir los diecicocho años. La película presenta una corte de los milagros formada por personas convencidas de que el hombre es un lobo para su semejante y merecería sus dardos más que cualquier otra película, siempre y cuando compartiéramos su punto de vista. Lo mismo podría decirse de la excelente Quai des orfèvres que Truffaut tampoco cita. Añádase que en materia de “inconformismo, de fácil audacia” algunos guionistas y directores reunidos bajo la bandera de la Nouvelle Vague han sido poco a poco desenmascarados.
La influencia de Aurenche y Bost es inmensa…
He aquí la frase más cínica y cruel, más soterrada de todo el artículo. Desbaratar la labor de Aurenche y Bost, y tras ellos el contingente de guionistas de los estudios, apenas oculta la voluntad de soliviantar los cimientos de la profesión con el fin de emprender una pugna por el poder. “Nada cabe esperar de los jóvenes guionistas. Simplemente toman el relevo, cuidándose de tocar los tabúes.” Poco a poco queda claro el sentimiento que anima a Truffaut, el desprecio con que iba a titular el artículo. ¿Con qué derecho se erige en censor? Y cabe preguntarse a qué temas tabúes se refiere Truffaut y si alguna vez los ha tocado en su cine.
En el siguiente párrafo concita su desprecio para con Jean Ferry y Jacques Sigurd. ¿Cómo se puede admirar la negrura de las películas de cine negro, cuya mosaica de díalogos propone un florilegio de frases esculpidas hechas para ser recordadas, y negar la calidad de las películas de Yves Allégret que si no fue un gran director fue cuando filmó los guiones escritos por Jacques Sigurd un sólido director? Mención especial merece Une si jolie petite plage despojada de todo dramatismo aparente.
Se echa de menos a Prévert
Antes de alcanzar la edad de dieciocho años Truffaut había visto diez veces Les enfants du Paradis y nueve veces Quai des Brumes. Desdecirse de sus pasiones de adolescencia es harto difícil, tanto que Truffaut parece olvidar que todas sus críticas anteriores podrían aplicarse a los guiones de Jacques Prévert. ¿No había villanía en los personajes interpretados por Pierre Brasseur y Michel Simon en Quai des Brumes y Jules Berry en Le jour se lève ? En las películas de Carné-Prévert, ¿ no estaban condenadas las parejas a no poder amarse porque no debían, o en Les amants de Vérone (1949, André Cayatte con guión de Prévert), al igual que en Le blé en herbe Le diable au corps, La symphonie pastorale que Truffaut critica con acritud? ¿No serán condenadas las parejas de sus futuras La piel suave (La peau douce, 1964) y La mujer de al lado ( La femme d’à côté, 1981)?
Realismo psicológico, ni real ni psicológico
Es ingenuo y excesivo cuando subraya el hecho de que “cada uno de estos guionistas sólo tiene una historia que contar”. A lo largo de veinticinco años de ejercicio Truffaut a lo sumo contó tres historias. No es una carencia. Tres historias bastan para construir una obra. Que la historia que cuentan los guionistas que desprecia sea la historia de una víctima ¿no es también propio del melodrama y del cine negro y de los guiones de Prévert? Además, el “realismo psicológico” de las películas al que alude es además heredero del “realismo psicológico” novelesco que tanto admira.Parece olvidarlo.
Puesta en escena, director, textos… Se me dirá sin embargo
Llega al núcleo del texto: la sempiterna oposición entre la tradición de la calidad y el cine de autor. Yves Allégret y Jean Delannoy no son caricaturas de Clouzot y Bresson. Simple y llanamente los dos últimos son auténticos cineastas. ¿Es un argumento convincente ? No. Por ejemplo, a nadie se le ocurre comparar la obra de Victor Fleming con la de su amigo Howard Hawks, aunque sus filmografías son en varios aspectos equiparables. No es una cuestión de contenido sino de magnitud. En un punto Truffaut acierto del todo: las comedias firmadas por los directores del “realismo psicológico” sufren arritmia, muestran exceso de resortes teatrales y contienen demasiada dosis de hiel.
Todos burgueses
“¿Cuál es, pues, el valor de un cine antiburgués hecho por burgueses y para burgueses?”La pregunta es pertinente pero Truffaut no contesta. Se limita a arremeter contra las mismas víctimas propiciatorias. Al final, en su lista de directores no rescata siquiera los cortometrajes de Resnais y Franju, los documentales de Rouch, los largometrajes de Clouzot, Melville, Clair; en cambio se refiere al grandilocuente Abel Gance. Y entre su lista de películas notables no menciona La fête à Henriette (1952), ¿cómo lo iba a hacer si Duvivier ha dirigida esta comedia?, ni L’amour d’une femme (1953), la última película de Grémillon basada en un sutil guión “psicológico”de René Wheeler. Ni Manon des sources, de honda raigambre, reiterativa, de concepción tan antigua como los mitos, pero que rezuma verdad de sentimientos. Tampoco parece digno de ser recordado por él un hermoso cortometraje casi mudo donde la puesta en escena magnifica un guión escrito como una partitura sensorial que nada le debe al teatro: Crin Blanc (1953) de Albert Lamorisse.
Aurenche y Bost
Dondequiera que vaya el lector los nombres de Aurenche y Bost se dirán con sorna; los ha condenado la historia oficial. Ambos firmaron treinta guiones a partir de Douce (1943) de Claude Autant-Lara entre los cuales veinte son adaptaciones de obras literarias de prestigio (Gide, Radiguet, Colette, Stendhal, Simenon, M. Aymé, Zola). Sus colaboraciones más famosas son Le diable au corps (1947), Occupe-toi d’Amélie (1949), L’auberge rouge (1951), Le blé en herbe (1954), Le rouge et le noir (1954), La traversée de Paris (1956), En cas de malheur (1958), todas ellas de Claude Autant-Lara; Demasiado tarde (Au-delà des grilles con la colaboración de Cesare Zavattini, Suso Cecchi d’Amico, Luigi Guarini, 1948), Juegos prohibidos (Jeux interdits,1952) y Gervaise (1956) de René Clément; Les Orgueilleux (1953) de Yves Allégret. No fue hasta los años setenta cuando Bertrand Tavernier reclamó la colaboración de Jean Aurenche para el guión de su primer largometraje El relojero de Saint-Paul (L’horloger de Saint-Paul, 1973) y la requirió hasta Coup de torchon (1981).
Dos temperamentos que concilian la improvisación y el rigor, la imaginación y el sentido de la observación, la impertinencia y la probidad, el catolicismo de Aurenche y el protestantismo de Bost. Estamos lejos de la imagen del escritor laborioso, ramplón, del oficinista de las letras que Truffaut el primero quiso plasmar. Decían que la primera virtud de un guionista consiste en sorprender al director, al que solían considerar el autor de la película, en estimularle para que pueda hacer suya la película, dando pie a cambios, a sugerencias por su parte. Y Aurenche no dudaba en afirmar que « el guionista es una especie de vidente »12 mientras que Bost afirmaba que guionista y director han de mantener la tensión de una pareja sentimental.
Se han destacado más por su ironía que por su humor – excepto en Occupe-toi d’Amélie – que los ha conducido, y en esto hay que dar la razón a Truffaut, a cargar los hombros y las conciencias de sus personajes, a disparar con tesón contra todos los estamentos de la sociedad sin dejar títere con cabeza. Disparar así puede mermar la fuerza del ataque. L’auberge rouge – uno de sus pocos guiones originales inspirado en hechos reales – ilustra su trazo grueso. Debería ser una comedia negra, apenas es una caricatura al que el paso de los años quita la carga corrosiva para dejar al descubierto la endeble agudeza. Quedan personajes previsibles, situaciones forzadas. Y es que la ironía si no es manejada con suma elegancia – en esto Guitry fue un maestro – mata la comicidad.
Aurenche y Bost se recuerdan hoy por su capacidad para describir todas las clases sociales del país, por crear díalogos verosímiles situados en el presente como en el pasado, díalogos breves, entrecortados, donde escasean los mots d’auteur que Aurenche consideraba « paréntesis por los cuales se inmiscuye el autor para recordar su existencia »13 , díalogos no nacidos en el despacho sino en la calle. Parecieron sentirse tan cómodos en ambientes reales o de estudio.
Entre sus rasgos notables señalemos su capacidad para conceder consistencia a sus personajes femeninos, para situarlas pues en igualdad de condición dramática con los hombres, si bien muchos personajes femeninos pertenecientes a la tradición literaria son etéreos o al menos idealizados. Gervaise, por ejemplo, no se limita a ofrecer un aguafuerte, una adaptación fiel tanto a la letra como al espíritu de la novela de Zola, es ante todo un retrato duro y emocionante de una mujer vencida por la mediocridad y la falta de escrúpulos de los hombres. Sin duda, Gervaise es una víctima pero el logro de los dos guionistas es presentarla como una mujer que lucha. Y todos los personajes mantienen hasta el final una ambigüedad moral. No es la película un panfleto y a nadie quiere convencer. Semejante elección dramática es digna de encomio y sorprendente en el panorama francés de los años cincuenta. Se ha repetido injustificadamente que los guionistas franceses de la época no sabían utilizar el silencio, que el lector vea la última y aterradora secuencia de Gervaise. Sobra toda palabra frente a su vida truncada.
La misma ambigüedad moral baña la que es probablemente una de las mejores películas basadas en un guión de ambos. Hoy día uno se sigue admirando ante la concisión de La travesía de Paris, de la que muchos guionistas podrían aprender, frente a su honestidad a la hora de representar la debilidad, la cobardía, manteniéndose al borde de la caricatura sin caer en ella, y su lucidez contenida en el breve epílogo. Diez años después de la ocupación, el hombre pobre (Bourvil) sigue siendo un pobre hombre y el artista (Gabin) ha vuelto a su vida acomodada. Detrás del espectáculo hay una lectura de la Historia. Asimismo, el final de Juegos prohibidos, en clara simetría con su principio, devuelve al espectador a los estragos de la Historia. La pequeña Paulette cuyos padres murieron al principio se encuentra sola en un orfanato donde se hallan muchos refugiados. Como si el relato ambientado en una granja – la niña recogida por una familia – no fuera sino un largo paréntesis para destinado a mezclar la historia individual y la historia colectiva.
Al valorar su trabajo no olvidemos que más que sus guiones ha envecejido la puesta en escena tibia y hasta relamida de algún director. Un caso notable es Le blé en herbe donde todo : el elenco, la fotografía, la omnipresente música, la concepción del espacio, los desplazamientos de los actores y sus pausas, su manera de decir el díalogo, en lugar de aportar un contrapunto al guión no hacen sino reforzar su tímida descripción del deseo adolescente. Es cierto que además en algún momento fallan cuando quieren dar un trasfondo simbólico – desgraciadamente evidente – a alguna secuencia. Recuérdese el momento en que el protagonista después de su primera experiencia sexual – con una mujer madura – se mira al espejo y dice : « es curioso ese espejo, la imagen que me devuelve no es mía. Yo no soy o ya no soy ése ». Podemos comprender la impaciencia y la ira de los futuros directores de la Nouvelle Vague entonces subyugados por la franqueza sexual de Un verano con Mónica (Msommaren med Monika,1953) de Bergman.
Aurenche y Bost supieron expresar la vida de un pueblo, las ideas de una época, los sentimientos de toda una Comedia humana rebosante de vida quizá porque, como dice Aurenche, siempre buscaban en la vida lo que no parece real y es insólito14. Ya es mucho.Y porque aguzaron su curiosidad hasta el final de sus vidas ; Aurenche, por ejemplo, admiraba Fat City, Two lane blacktop y la obra de Resnais.
Elegidos para la gloria
Siguen transitando por la senda de la historia oficial del cine numerosos directores y críticos, condenando a la cuarentena a aquellos reunidos bajo el estigma de la qualité française y afirmando sin sonrojarse que la menor película de Renoir – o de Hitchcock si salimos del marco geográfico hexagonal – siempre será superior a una película de Duvivier o Autant-Lara. No se sabe si aquí es más grave la hipocresía, el servilismo o la ceguera cinefílica.
Se deniega a Pánico y a la muy popular La travesía de Paris el estatuto de “clásico” del cine francés cuando se reverencia el pintorequismo paseísta de French Cancan (1955). Notemos que el guión de la sombría Pánico escrito por Charles Spaak se basa en una novela de Simenon y que La travesía de Paris es una adaptación del mordaz Marcel Aymé escrita por el tan denostado como célebre dúo de Aurenche y Bost, cuando la película de Renoir fue escrita por el propio Renoir. En otras palabras: Renoir es un autor, Duvivier y Autant-Lara son meros ejecutantes. Y se suele zanjar el asunto diciendo: Renoir es un humanista, Duvivier un misántropo y Autant-Lara un anarquista de derechas que, bien es cierto, acabó votando por Le Pen.
Quien señale que Clair también escribía sus guiones será mirado con displicencia, como si no supiera que Clair pertenece al pasado y Renoir es y será siempre el símbolo del arte inalterable. En 1955 René Clair escribió y dirigió Les grandes maneuvres. Para muchos el colorismo de Renoir es movimiento vital, modernidad, y el pictorialismo de Clair desprende nostalgia. Renoir usa óleo y Clair acuarela y pastel. Eso dicen, porque imperan las jerarquías. Y, sin embargo, ambas son comedias corales ambientadas más o menos durante la misma época – el último tercio del siglo XIX en French Cancan, en vísperas de la Primera contienda mundial en Les grandes maneuvres – que idealizan el acervo cultural francés y ofrecen intrigas sentimentales con sabor a rosas, llenas de reminiscencias decimonónicas, donde desfilan arquetipos, más sutiles en la película de Clair, menos vital es cierto. Sendos directores realizaron, por chocante que les parezca a los puristas, películas comerciales que pertenecen a la tradición de la calidad. Puro espectáculo, puro divertimento.
Si las estampas de French cancan no fueran obra de Jean hijo de Auguste Renoir, su guión en el que aparecen caricaturas del tout Paris – incluso hay una ridícula aparición de Edith Piaf – apenas se señalaría como un ejemplo de dramaturgia académica : una pareja ingenua y otra digna del teatro de boulevard, mujeres estereotipadas – la amante fogosa, la pícara ambiciosa, la maestra severa y serena –, personajes secundarios de una pieza, obviedad de los conflictos, desenlace que delata la intención del autor : el famoso monólogo sobre el arte y la vida de Danglard (Jean Gabin), portavoz apenas disfrazado de Renoir. La película cuyo ballet final es, por qué negarlo, soberbio, no sería considerada una obra testamentaria – una noción muy querida por algunos críticos – si no fuera de Renoir y si éste no hubiera dirigido durante los años treinta un puñado de obras maestras.
¡Cuán lejos estamos del guión de Paris, bajos fondos (Casque d’or, 1952, Jacques Becker) escrito por Becker, Jacques Companéez y Annette Wademant – no creditada – también situado durante la Belle époque! Es su guión un río de caudal caprichoso que serpentea entre recodos. Como recuerda Simone Signoret en su autobiografía la película en el momento de su estreno fue un sonado fracaso porque según los espectadores, incluido el iracundo Clouzot, no sucedía nada digno de ser relatado.André Bazin tuvo la honestidad de reconocer tres años después que no había sabido descubrir su belleza en el momento del estreno15. Nada ocurría sino pausas, apuntes desdramatizados. De ese “nada” que también aflora en Umberto D (1952, Vittorio de Sica), Nubes flotantes (Ukigumo,1955, Mikio Naruse) y Las amigas (Le amiche, 1955, Michelangelo Antonioni) surgió paulatinamente lo que al rayar el decenio siguiente llamarían modernidad.
Mientras que unas películas insulsas como Et Dieu créa la femme (1956, Roger Vadim), Les amants (1958, Louis Malle) y otras en verdad muy aplicadas como Le beau Serge (1958, Claude Chabrol), Une vie (1958, Alexandre Astruc), Los cuatrocientos golpes (Les Quatre-cents coups, 1959, François Truffaut) recibían el calificativo de modernas, Bresson, Franju, Becker, Rouch y Clément dirigían Pickpocket, Ojos sin rostro, La evasión, La pyramide humaine, A pleno sol. Por fin un guión rasgó el velo de la escritura clásica.Sus diez primeros minutos produjeron la fisura más decisiva que hubo jamás en el cine francés. Su título: Hiroshima, mon amour.
Y después…
Pronto llegaron los años en que se filmó en scope y blanco y negro, en que se improvisó cámara a hombro con actores no profesionales, en que los guiones parecieron ensayos y diarios íntimos, en que la ficción fingió ser documental, en que se empezó a confundir cine pobre y cine independiente, desnudez y pauperismo, en que Godard en los títulos de crédito de El desprecio (Le mépris, 1963) atribuyó a Bazin la frase de Michel Mourlet según la cual “el cine es una mirada que se sustituye a la nuestra para crear un mundo acorde con nuestros deseos”16, en que quisieron per fas et nefas sepultar el cadáver caliente de la tradición de la calidad que se resistía a fenecer. Su sombra cubrió las obras de directores como Sautet, Tavernier, Miller, Malle al final de su vida, y de guionistas como Jean-Claude Carrière, Agnès Jaoui y Jean-Pierre Bacri, Francis Veber, Jacques Audiard, Bertrand Blier, Jean Cosmos, Jean-Loup Dabadie, Jacques Fieschi, Danièle Thomson.
En 1961 Rohmer escribió con lucidez que “En el cine, el clasicismo no se sitúa atrás sino adelante.” 17 pero fueron años en que la Revolución burguesa llamada Nouvelle Vague, empezada con su toma de la Bastilla derivó en reacción termidoriana y finalmente, al igual que los jacobinos nunca aplicaron la constitución de 1793, la más revolucionaria que contenía el derecho a la insurrección, pocas películas producidas por ellos “satisfacen a las dos exigencias más altas del arte” belleza y autenticidad, según Octavio Paz18. Requiere tal empeño un camino solitario que emprendieron Resnais y Marker, alguna vez Truffaut y Varda, casi siempre Rohmer y Rivette, y más tarde Eustache y Pialat, tan clásicos y modernos a la vez, y tan descarnados.
Permanece hoy como ayer la aguda observación hecha por Nino Franck en 1950. Guionista y director nos recuerdan la fábula del ciego y del paralítico19 de Claris de Florian : ¿por qué unir nuestras miserias, pregunta el impedido ? “Caminaré por usted llevándolo a hombros y usted verá por mí” contesta el ciego. Decidirá el lector según sus convicciones quién es el ciego y quién el paralítico.
¿Todo fue vano y habría que volver al cine de antaño? Desde luego que no, su corsé impedía respirar, pero no merecían sus guionistas semejante escarmiento. La Nouvelle Vague aportó bocanadas de aire quizá no puro pero fresco. Con ella se vivifició el mito de la eterna juventud. Y más de un Narciso se ha marchitado frente a su propio reflejo. Hay que buscar los mayores logros de la Nouvelle Vague en la aplicación del precepto de Melville: “Lejos de cualquier modestia hay que recrear un mundo a su propia imagen y convertirlo en sistema.”19
1 Se atribuye a Françoise Giroud la creación de la expresión. Leer la encuesta sobre la juventud publicada el 03 de octubre de 1957 en L’Express titulada « Une nouvelle vague arrive » y luego sus artículos de junio a diciembre de 1958 « Journal de la Nouvelle Vague ».
2 André Labarthe, Portrait en neuf poses, pose 7, “Le perfectionniste”, INA ORTF, 1971.
3 Jean-Pierre Barrot, “Une tradition de la qualité”en Sept ans de cinéma français, Paris, Le Cerf, 1953, p 26-37
4 Juan Benet, La inspiración y el estilo, 2 ª ed. Seix Barral, Barcelona, 1982, p 27-28.
5 Jean-Paul Sartre, L’écran français, agosto de 1945.
6 André Bazin, « Défense de l’avant-garde », L’Écran français, 21 de diciembre de 1948.
Alexandre Astruc, « La caméra stylo », L’Écran Français, nº 144, 30 de marzo de 1948. Maurice Schérer, « Le cinéma, art de l’espace »,La revue du cinéma, nº 14, junio de 1948.
Leer también : Antoine de Baecque, La cinéphilie, Invention d’un regard, hsitoire d’une culture, 1944-1968, Librairie Arthème Fayard, 2003.
7 Robert Bresson, Notas sobre el cinematógrafo, Árdora Ediciones, Madrid, 1997, p 93.
8 André Bazin ,«Les dernières vacances» en Qu’est-ce que le cinéma?Les Editions du Cerf,
1985, p 207. El texto fue publicado por primera vez en junio de 1948 en Revue du cinéma
con el título: «Le style c’est l’homme».
9 Pierre Billard, L’âge classique du cinéma français, Du cinéma parlant à la Nouvelle Vague, Paris, Flammarion, 1995.
10 Entrevista con Pierre Ajame, Le nouvel Adam, nº 19, febrero de 1968.
11 Cf :François Truffaut, portraits volés (1993) de Michel Pascal y Serge Toubiana.
12 Anne et Alain Riou, Jean Aurenche, la suite à l’écran, Institut Lumière/Actes Sud, avec l’aide de la SACD, 1993, p 223.
13 Ibidem, p 205.
14 Ibidem, p 228.
15 André Bazin, « Défense de Rossellini. Lettre à Guido Aristarco rédacteur en chef de « Cinema Nuevo ». Leer Qu’est-ce que le cinéma, Les Editions du Cerf, 1985, p 348.
16 Michel Mourlet, “Sur un art ignoré”, Cahiers du Cinéma, nº 98, agosto de 1959.
17 Eric Rohmer, « Le goût de la beauté », Cahiers du cinéma, julio de 1961.
Leer también : Barthelemy Amengual, « Que reste-t-il de la Nouvella Vague ? » Positif, nº 513, noviembre de 2003, p 74-76.
18 Octavio Paz, Sor Juana Inès de la Cruz o las trampas de la fe, Seix Barral, 1982, p 370.
19 Nino Franck, « petit cinéma sentimental » en Jeux d’auteurs, mots d’acteurs. Scénaristes et dialoguistes du cinéma français, 1930-1945. Institut Lumière/Actes Sud, avec le concours de la SACD, 1994, p 176.
19 André Labarthe, Portrait en neuf poses, pose 8, « L’encerclé », INA ORTF, 1971.